Mi papá suele comprar
libros porque le parecen objetos hermosos. Pero no los lee nunca.
Jamás.
Así que cuando voy a
Argentina, saca cinco o seis o siete o veinte ejemplares y me los da.
--Llevátelos, cuando los
hayas leído, me los contás.
Las familias, creo,
funcionan al revés.
Son los padres los que, al
pie de la cama, les leen un cuento a los hijos. A la hora de la descendencia,
yo me compré un teckel marrón.
Después de “Casa gran”
quedé tocada. Es un libro de una tristeza tan honesta, tan parecida a la
tristeza (y felicidad) que me provoca la escritura, que me paralizó los ojos.
Y los dedos.
Después, leí “Res no
s’oposa a la nit” y entonces quedé fuera de foco. Tengo debilidad por las
historias verídicas con loco, manicomio, suicida y escritor. Ni que decir
cuando, además, las páginas ocultan una madre así. Una lucidez así.
Hace un tiempo, E. me dijo:
no hay nada en la vida imposible de soportar. Ni sin padre, ni sin madre.
Hablaba de la vida real, no
de la parte inventada.
Llevo semanas pensando en
ello. En mi padre comprando libros para que yo los lea y se los cuente.
En mi madre hablando un
idioma propio que sólo entendemos los que pertenecemos a su mundo.
En la tristeza de “Casa
gran”.
En la tristeza de “Res no
s’oposa a la nit”.
Y en mí.
Dice Frankie Dunn, en
“Millon dollar baby”: hay algunas heridas que son tan profundas, o están tan
cercanas al hueso, que es imposible parar la hemorragia.
Tal vez sea eso.
O puede que sea todo lo
demás.
Ese
cielo entrando por la ventana. El silencio. Y todos estos libros por leer.
V.