Durante mi primer año en
Buenos Aires, viajé cada día en el Sarmiento para ir a trabajar a Haedo.
Llegaba a la estación de Once para tomar el tren de las siete menos diez de la
mañana. Subía al vagón vacío con el walkman a todo volumen para acompañar la
sordidez de las vías, las pintadas, las ventanas rotas, el viento helado
entrando por las grietas, las botellas de vidrio entre los andenes, los túneles
llenos de basura, los crujidos.
Tuve un susto grande
durante la primera semana. Me asustó un hombre de esos que asustan y pocas
veces la palabra asustar estuvo mejor empleada.
Y repetida.
A partir de entonces,
además del walkman, llevaba un cuchillo Tramontina y me vestía con ropa de
varón.
Después, me acostumbré a
los accidentes.
A los suicidas.
A los trozos de gente o de
coches saliendo de entre las ruedas de hierro de esas formaciones largas,
despintadas, ruidosas, heladas…
Para mí la palabra sordidez
tiene un solo sinónimo.
Una de las últimas veces
que subí al Sarmiento, llegaba tardísimo a trabajar, mis padres habían ido a
visitarme a Buenos Aires. Salió el tren de la estación de Once. Enseguida, el
cielo se volvió cenizas. Como si hubiera explotado un volcán. Caían partículas
minúsculas, polvo y papelitos. Cuando llegué a Haedo, puse la radio: habían
volado la sede de la mutual judía, a dos cuadras, o tres, de la estación. Yo
había pasado unos diez minutos antes del atentado, por la esquina.
Ese día el tren me alejó de
la catástrofe.
Después, todo volvió a la
normalidad.
Me robaron el walkman.
Seguí pasando frío.
Llegué tarde a trabajar
muchas veces más.
Estudié para todos los
exámenes de latín y griego en esos viajes y así me fue.
Declinar, esa fue siempre
la cuestión…
Lo último que recuerdo del
Sarmiento es a una mujer esperando en el andén, al lado mío. Me pidió fuego.
Fumamos al unísono, muertas de frío. Supongo que nos sonreímos y que me dijo
gracias al devolverme la caja de fósforos.
Un minuto más tarde, el
tren entró a la estación y la mujer se tiró a la vía lanzándose a la muerte con
una convicción y una tranquilidad inconcebibles.
La que viaja en el
Sarmiento es la más terrible de todas las muertes que conocí en mi vida.
Y no son pocas.
V.