Y entonces, una noche,
acabás una clase de esas que salen bien, decidís ir a tomar algo al centro,
salís del parking Saba que está frente a la Pedrera, mirás a un lado y a otro
para que no te pise un auto pero, sobretodo, para esquivar las hordas de
turistas que invaden la ciudad y, en lugar de ver un grupo de energúmenos con
maletas y cámara de fotos en mano, ves a tu mejor amiga de la infancia,
arrastrando una valija llena de gallinitas de azúcar que viajaron desde
Morteros hasta aquella esquina exacta de Barcelona para encontrarte... La
esquina donde, además, vivió tu escritor favorito. La esquina donde empezaste a
escribir. Y tu amiga de la infancia, a quien no ves hace un siglo, te abraza. Y
te pone en la mano tu golosina preferida, la que robabas para saciar tu
insaciable necesidad infantil de comer cosas dulces y te dice: no me lo puedo
creer, esto podría ser un libro, no me lo puedo creer...
Y ahora, doce horas más
tarde, mientras vas vaciando la bolsa, comiendo con la técnica correcta la
mejor golosina jamás creada, primero cortarle la cresta, luego chupar el
juguito, después, comer el cuerpo azucarado y al final, el cucurucho, ¡y que
pase la siguiente!, pensás que no, esto no es un libro, esto es pura vida real.
Y no está nada mal que así
sea.
V.
ps. pero un día, ya falta
menos, acabarás poniendo todo por escrito.
ps2:
Vidria, ¿terminaste la novela? No, papi, tengo las manos ocupadas, estoy
comiendo gallinitas.