Te dejaste.
Te comí.
Después, mientras salía el sol y te vestías,
llegó alguien a tu casa. Una mujer a la que vos llamabas tu mujer (y no era
yo, era ella).
—¡El baño está roto! –gritó.
Inmutable, frente a las sábanas revueltas y
a la evidencia de mi saciedad y tu traición, sonreía con una fregona en la
mano.
Para limpiar.
Para limpiarse.
Para limpiarnos.
No supe marcar en mi cabeza la opción
correcta.
Soy disléxica.
Nos asomamos los tres al borde del inodoro como quien se asoma a un barranco del Talampaya.
Compresas con sangre. Tampones. Vómitos.
Mierda.
—¿Qué pasó? —te pregunté.
—¿Qué pasó? —le preguntaste.
—¿Qué pasó? —nos preguntó ella a los dos.
Entre la porquería, vi la tapa
del diccionario de sinónimos S. Pey. Mi favorito. Y una página arrancada de tu
libro. El que me dedicaste.
Metí la mano entre la mierda para rescatar
tu letra y tus palabras. Pero no pude.
Nunca puedo.
—Por eso me querés. Porque nunca te salvo —te
expliqué.
Y vos, con tu camisa roja puesta, con tu
piel caliente, con tu sonrisa nueva, con tus ojos celestes y tu amor por mí, me
dijiste:
—Soñabas.
Imagen: Martín Burgos.
Sueño: V.